Cuando el sol brilla.



Hoy estreno nueva sección y saldrá cada dos semanas, su nombre es: Cuando el sol brilla. La sección describirá una que otra cosa de mis andanzas en la vida, personas que he conocido y merecen ser nombradas, cosas que me han gustado o no, etc.

Cuando el sol brilla, será como un seudo diario de vida, pero no va a llegar a ser uno, ya que muchos detalles omitiré.

PD: pincha para leer, el primer capítulo.

Índice

Capítulo I «Y, el sol brillo». 
Capítulo II «Los primeros rayos del sol».




Cuando el sol brilla.



Las memorias comienzan a desplegarse en el horizonte de recuerdos y sus fragmentos poco a poco comienzan a tener sentido. Más allá del horizonte se detiene y, luego de unos segundos, vuelve a tomar vuelo. ¿Hacia dónde vas?





Capítulo I «Y, el sol brillo».

Cuando uno es un niño no piensa mucho sobre el futuro, simplemente, se deja acarrear por la corriente. Deja que los adultos tomen las decisiones más relevantes para su supervivencia. Los niños son seres extraordinarios, pero débiles. No pueden hacer mucho por sí mismos y las vivencias de sus primeros años pueden marcarlos para toda una vida.
Cuando era pequeña, vivía en el campo. Mi vida era tranquila. En las mañanas me despertaba temprano —mi madre— para ir al kínder. Viajaba en bus, ya que en el lugar que vivía no había locomoción normal; aunque, a veces mi padre me iba a dejar al colegio en bicicleta. El colegio era hasta octavo básico, pero yo nunca llegué hasta ese grado ahí. Me trasladé cuando tenía seis años a otra ciudad.
Mis compañeros de kínder eran agradables. Tenía «amigos» y jugábamos en los juegos en el recreo, aunque se nos prohibía jugar con el «sube y baja» sin supervisión de un adulto. También, estaba prohibido jugar en la micro —bus escolar— que estaba toda oxidada, pero era interesante estar ahí dentro, creyendo que habían fantasmas o algo por el estilo.
Yo almorzaba en el colegio y luego una tía —educadora de parvulo— me subía al bus de regreso a casa. En casa no hacía mucho, quizás la tarea y jugar. No recuerdo mis actividades rutiarías —mi cerebro perdió esas memorias—.
En el campo hubo buenos momentos, como:
·        Cuando mi padre y mis hermanos nos adentramos por el estero que estaba cerca de la casa, fuimos a buscar caña. Era verano y en la región siempre hacía mucho calor. Nos divertimos.
·        Cuando hubo un paseo en el kínder y recorrimos un puente colgante  de madera y soga —se movía mucho—. Comimos helados de agua, era la primera vez que mi madre me dejaba comerlos.
·        Cuando me regalaron a la Merian —mi pelona—. Ésa muñeca era en un principio un niño, por su ropa celeste; pero en la casa le colocaron vestido y quedó como niña.
·        Cuando nos deslizábamos por la alfalfa. Era entretenido. Mucho.
·        Cuando recorrimos el cerro detrás de mi casa. Y creía que era un cementerio de cactus, ya que habían muchos.
Los momentos entretenidos fueron varios al igual que los malos, pero no los recuerdo muy bien.  A veces es mejor así, ya que se hay más espacio para nuevas experiencia o información. O incluso, uno simplemente, no quiere recordar…
Un día, mis padres nos avisaron que nos mudábamos a otra ciudad. A una ciudad con mar. Lejos del campo. Nos mudábamos y dejé todo atrás. Y hasta el día de hoy no he regresado a esa ciudad-pueblo olvidada. 



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